¿Por qué y para qué educamos a los niños, las niñas y los jóvenes?
Estas dos preguntas son fundamentales y propias de muchas materias, debates y congresos. En cualquier caso, sin ser especialista en esta materia, según mi experiencia de liderazgo y acompañamiento en multitud de procesos de transformación y cambio, quiero compartir algunas reflexiones que creo que son interesantes sobre por qué y para qué educamos.
Desde mi punto de vista, debemos centrarnos en estas dos cuestiones y reflexionar sobre ellas antes de emprender cualquier tipo de innovación, transformación o cambio e implementarlos en las políticas de una institución educativa (pública o privada), porque la mirada y el énfasis de lo que haremos siempre vendrán enmarcados de acuerdo con la respuesta que demos a estas dos preguntas.
Viene a ser como preguntarse hacia qué cima quiero ir cuando voy a hacer montaña o qué dirección tomaré cuando salgo de puerto. Y, precisamente, creo que el problema de muchos cambios e innovaciones que se plantean es que no parten de esa reflexión, sino que proponen cambios sobre lo que ya existe sin cuestionarse a fondo muchas de las inercias del sistema. Pero vayamos paso a paso.
¿Por qué educamos?
Educamos para que los niños, las niñas y los jóvenes lleguen a ser personas que puedan vivir plenamente sus vidas en el momento y el contexto que les toca vivir. Esto significa plantearse seriamente un enfoque integral de su proceso educativo, que vaya mucho más allá de la transmisión de conocimientos y que priorice el autoconocimiento, el aprendizaje de la relación con los demás, el entendimiento del mundo que les rodea y la interrogación sobre las grandes preguntas del sentido de la vida. Educamos, pues, en la vida y para la vida. Al fin y al cabo, estamos hablando de casi 20 años de proceso educativo y de la necesidad de seguir formándonos a lo largo de la vida.
A menudo, para aclarar las reflexiones, puede ser interesante decir para qué no educamos: no educamos (estrictamente hablando) para cubrir un puesto de trabajo, ni para integrarse en un sistema productivo, ni para modelar un sometimiento a la sociedad existente (aunque la mayor parte de sistemas educativos nacen para eso). Al contrario, creo que hay que educar a personas que se conozcan y que sepan gestionar sus emociones y relaciones; que sean curiosas, críticas y analíticas; que puedan encarar el pensamiento complejo e interdisciplinario, y que cuenten con la imaginación y la creatividad como partes de su saber hacer. En definitiva, personas que “piloten” su propia vida.
Por supuesto, esto no quiere decir que no se tengan que aprender muchas cosas: para ser una persona completa y poder vivir plenamente el tiempo que te toque vivir, hay que saber muchas cosas, y, sobre todo, hay que saber aprender a aprender. Esto, será imprescindible hacerlo constantemente (seguramente es lo más importante). Esta cuestión es muy interesante, y cada vez hay más evidencia científica sobre ello, hasta el punto de que ya es más importante la forma en que se aprende que lo que se aprende. Es decir, la forma en que se accede y se adquiere el conocimiento es clave en lo que podemos denominar la construcción de la persona (o, lo que es lo mismo, en su “mirada” hacia la vida o, como dicen los anglosajones, en la conformación del carácter de la persona).
Y, para educar para la vida, es necesario que las instituciones educativas (y, por supuesto, los gobiernos, cuando implementan las políticas públicas educativas) se planteen qué tipo de ciudadano queremos educar, o, lo que es lo mismo, qué perfil de salida del proceso educativo de su institución quieren obtener. Muchas leyes proclaman/lanzan grandes declaraciones al respecto en sus preámbulos; pero otra cosa es que, luego, todo se quede en agua de borrajas o que sea un simple brindis al sol.
¿Para qué educamos?
He comentado, respondiendo a la primera pregunta, que queremos invitar a los niños, las niñas y los jóvenes a convertirse en la persona que quieran ser, en un clima y un entorno que les deben provocar y proponer los rasgos que he comentado antes (o los que decidan proponerse). Evidentemente, su decisión será libre, pero la neutralidad no existe, y, por tanto, educar es invitar manifestando nuestras sugerencias a la persona que nos proponemos educar.
Vivimos en un mundo profundamente injusto y agrietado con grandes problemas y retos (se puede consultar el planteamiento de los ODS de la ONU), y necesitamos personas que se comprometan a mejorarlo y transformarlo. Personas que no se aprovechen del mundo o de los demás para vivir mejor. Personas que apuesten por alguna causa, la que quieran, pero alguna.
Y he aquí mi respuesta a la segunda pregunta: educamos para que las personas se comprometan (donde quieran, en lo que quieran y con quien quieran) a mejorar y transformar el mundo. De esta forma completamos la primera respuesta y enmarcamos cualquier intervención, innovación o cambio que queramos implementar en educación en este contexto. Por eso debemos poner aún más en crisis las metodologías actuales e incorporar otras que hagan del proceso educativo de los niños, las niñas y los jóvenes una experiencia de crecimiento personal y aprendizaje diferente (por ejemplo, metodologías activas o aprendizaje y servicio, entre otros).
Y, claro, si trabajas a fondo la respuesta a estas dos preguntas, para mí, es evidente que es necesaria una transformación profunda y urgente del proceso educativo a todos los niveles. Esto es en lo que estamos trabajando con muchas instituciones en muchos países distintos.
¿Nos ponemos a ello?
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